miércoles, 15 de junio de 2011

Presentación

Por Diego Villavicencio Cerpa



 Un Día En La Vida nace como producto de la propia melomanía. Mi reciente sentencia no es una imagen poética sino que es una referencia a que este proyecto no es más que la obra de ciertos amantes de la música. Y me detengo en el término amantes, lo cual quiere decir personas que aman –en este caso particular a la música–, pues quizás es un concepto, muchas veces, mal utilizado; pues se emplea con un valor evocativo menor al que tenía originalmente. Hago este comentario para contarle al lector que esta vez el término amantes está siendo utilizado con su valor original (al escribir esto me cuestiono seriamente cual sería ese valor original, pero para efectos prácticos digamos que es uno alto por ser lo relativo al amor), no voy a adentrarme en la filosófica tarea de definir amar pero al menos podríamos percibir que al acto se le atribuyen ciertas características como una predilección y un pleno e incesante conocimiento por, y con, el objeto amado (eso sin entrar en las elucubraciones poéticas del amor, que –por cierto– suelen ser las más reales). Entonces nosotros, como amantes, sentimos una predilección gigantesca por la música, acompañada por un conocimiento que crece como el de todo amante.

Estamos construyendo esta revista que primeramente la conocerán en formato on line con el fin de mantener informados a muchos melómanos sobre lo que sucede en el mundo de la música sin hacer preferencias en ciertos géneros ni estilos pues somos una revista dedicada a la música en su calidad de arte. También, me parece importante destacar que no nos conformamos con dar información pues nuestro principal propósito es el análisis y con ello la crítica. Análisis que iremos enfocando a un proceso por el cual tengo especial interés. Hablo de aquel momento en que las vanguardias del periodo entre guerras hacen tal interrupción en las bellas artes que éstas cambian para siempre. Trataré de señalar lo sucedido de forma sintética pues el tema lo iremos desarrollando en los siguientes números, pero podríamos decir que la música muere (situación que hay que admitir, la música tal como se conocía ha muerto, la elaboración de una sinfonía o un concierto varía de tal forma que muchos podríamos asegurar que se alejan del arte; y luego otros muchos podrían decir que las definiciones de arte cambian, evolucionan; y me parece que la discusión termina cuando nos damos cuenta que al aprender un idioma hacemos un contrato con el lenguaje, lo que conlleva respetar los sesmas que no son más que convenciones para la comunicación, en ese punto se pude atisbar que debemos convenir en una definición de arte, de otra forma habría tantas definiciones como habitantes lo cual es más que contraproducente), la poesía (y con ella me refiero a toda la literatura, pues como dijo Gonzalo Rojas en alguna charla o seminario “toda literatura es poesía, pues es cuestión de ritmo”) se encuentra en una agonía que dura hasta hoy –al menos en Latinoamérica–, y finalmente el arte plástico, como dijo un joven filósofo cuyo nombre no recuerdo, ha perdido el lenguaje.

Sé que las anteriores sentencias son bastante absolutas pero me parecen bastante acertadas, especialmente si llegamos al punto del lenguaje y del nocivo abuso que se hace del relativismo conceptual. Dije que la ha música ha muerto, es verdad pero la historia no termina allí. Es una muerte de la música en su calidad de arte pues las vanguardias desequilibran totalmente la relación estética-concepto presente siempre en el arte (y ni hablar de la pugna entre lo apolíneo y lo dionisiaco), inclinándose excesivamente hacia lo conceptual y alejándose fuertemente de lo estético. No voy a dar ejemplos en esta ocasión, usted ya debe saber de aquellas sinfonías conceptuales del siglo XX. Ahora es interesante ver como ciertos fenómenos sociales alejaron totalmente de la estética y del original concepto de arte a la música (siempre es bueno revisar el significado griego del término pues de esa cultura nos provienen ambos términos) para que, casi simultáneamente, otros fenómenos sociales –y no olvidemos los tecnológicos– reviven a la música en su calidad de arte. Aquí ocurren dos cosas sumamente interesantes, la música popular empieza a tomar importancia ya que da nacimiento a algunos géneros fundamentales como son el Jazz y el Blues principalmente –se debe tener presente que gran parte de la música electrónica contemporánea, por no decir toda, es un subgénero de éstos, mayoritariamente del Jazz–; conjuntamente, en 1920, se inventa el amplificador.

Como les comenté hace un rato me interesa esta temática, me corrijo, no es una temática, sino todo un fenómeno que vivió la música durante el siglo XX, es un paso gigantesco durante el cual la música primero debió morir para luego renacer de una manera increíble hasta llegar a momentos gloriosos. Así podemos asegurar que la música electrónica es para la música lo que el verso libre fue para la poesía, un paso, uno enorme. Así iré comentando y analizando acerca de este asunto durante las siguientes columnas a mi nombre en las siguientes ediciones de Un Día En La Vida.


Paul McCartney: Vive el músico, deja morir el mito

Por Angélica Astudillo Andrades


Recuerdo esa mañana del 12 de mayo, la mayoría de los amantes del  rock habíamos corrido apenas despertamos a nuestros computadores, tablets o smartphones para acceder a nuestras páginas de redes sociales y manifestar nuestras opiniones sobre lo sucedido la noche anterior: Sir James Paul McCartney vino por segunda vez y nos había deleitado con un show de otro planeta.

Si bien los comentarios de aquellos que asistieron esa noche en la que un Estadio Nacional coreó por completo “Hey Jude”  estaban llenos de calificativos positivos que alababan como un hombre de 68 años aún era capaz de tocar ininterrumpidamente por casi 2 horas y 30 minutos, y con una solidez extraordinaria que hacía parecer sencillo el proceso cognitivo musical de ejecución instrumental, lo que más llamó mi atención fue como varios de ellos agradecían a William Campbell, la otra cara de la moneda del famoso “mito” con una propiedad de conocimiento tan fehaciente como si se tratara de su propia historia. Aceptémoslo, ¿quién no escucho alguna vez de que este prodigio músico inglés - por el que cabe destacar que varios compatriotas desembolsaron más de un millón de pesos chilenos para tenerlo en frente a sus ojos – falleció en un accidente automovilístico el 9 de noviembre de 1966 y que fue suplantado por un policía canadiense para evitar una ola masiva de suicidio de fanáticos de The Beatles?

Interrogantes, análisis con supuestas pruebas dejadas por la misma banda en sus letras y portadas de sus discos inundan la red junto con un sinfín de documentales maquillados concebidos de la imaginación de los Beatlemaníacos - como la supuesta grabación de George Harrison que comenzó a dar la vuelta al mundo a comienzo de este año - sirvieron para encender la chispa y al mismo tiempo eclipsar lo esencial de la venida del líder de Wings: una genialidad y un talento imposible de repetir ni siquiera experimentando con la genética aplicada ni la cirugía plástica.

¿Cómo podríamos explicar que dos cerebros de dos desconocidos puedan tener la misma capacidad creativa para hacer canciones que quedaran grabadas a fuego en nuestros inconscientes colectivos? Si bien la carrera del Sir anterior a 1966 se caracterizó por canciones que tenían por objetivo seducir a una fanaticada joven y necesitada de expresar sus pensamiento y sentimientos liberales con algo más de irreverencia a la que estaba sentenciada la sociedad de aquellos años, no poseían – según el mismo George Martin – una complejidad algorítimica mayor en sus composiciones. Sólo podemos ver una sofisticación musical llegando a 1965 en “Help!” donde McCartney dio a luz a “Yesterday”, su primera balada distinta a lo escuchado anteriormente que nos demostraba su verdadero potencial. Más adelante nos encontramos con discos magistrales donde el proceso de madurez de composición es perceptible en “Rubber Soul” y “Revolver” – discos previos a la fecha de la conspiración - hasta llegar al más sublime: “Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band” donde el sello de Paul se encontraba más impreso que nunca debido a la autoría y ocurrencia del concepto de aquel disco que revolucionó la historia de la música. ¿Es posible que Lennon, Harrison y Starr hubiesen sido tan afortunados para encontrar dos agujas en dos pajares totalmente distintos? O ¿se trata sólo de restarle mérito al Hitman de nuestro tiempo?

Me interesa hacer notar lo absurdo de todo esto y enfocar los análisis acerca de este genio en su verdadera importancia para la música y no en leyendas urbanas. Ese es el punto, él es una leyenda pero no una urbana sino una musical; por eso en mi próxima columna les contaré algo más sobre este asunto.

Madama Butterfly

                                                                            Por José Luis Arredondo A.





El compositor Giacomo Puccini (1858-1924) tomó contacto por primera vez con Madama Butterfly en Londres hacia el año 1900. Como de costumbre, y siempre atento a encontrar nuevo material para sus óperas, acudió al teatro a ver una obra con ese título, escrita por el dramaturgo y empresario teatral estadounidense David Belasco. La pieza estaba basada en un relato corto de John Luther Long e inspirada en una novela llamada Madame Chrisanteme, del entonces célebre autor francés Pierre Loti, cuyo estilo más bien folletinesco, y hoy diríamos kitsch, causaba furor.

Puccini, artista sagaz, se dio cuenta al instante de las grandes posibilidades que tenía esta obra para ser musicalizada. Una vez finalizada la función, acudió a ver a Belasco y le reveló sus intenciones de convertir esta Madama Butterfly en heroína de ópera. El autor teatral aceptó, sabiendo que todo lo que Puccini ponía en música era éxito casi seguro.

¿Qué fue lo que en esta obra llamó la atención del compositor italiano? Sin duda su ambiente exótico, muy en boga, y la tremenda carga trágica de la historia: Una japonesa adolescente que por necesidad económica se hace geisha y se enamora de un oficial de la marina norteamericana mayor que ella. Este finalmente la abandona, dejándola sola con un hijo y librada a su suerte. Puccini manejaba al dedillo los códigos por donde transitaba la ópera Italiana y este drama encajaba perfecto para hacer de ella una gran creación, cuya música reflejara el patetismo de la historia y elevara a nivel de gran personaje trágico a Butterfly, tal como había hecho justo antes con Tosca.



Para ese entonces, el estilo musical-dramático de Puccini estaba más que madurado. Había transitado con bastante propiedad por el Romanticismo y había incursionado a fondo en el Verismo, de modo que con Butterfly y el siglo XX sobre la mesa no podía permitirse marcar el paso. Es así como en este trabajo es donde mejor se advierte una estética sonora que más adelante culminará con Turandot, su última ópera, y que incorpora de lleno elementos presentes en el impresionismo para tejer una partitura de gran delicadeza y riqueza conceptual. Los leit motiv al estilo Wagneriano, están claramente incorporados y todos los elementos que trabajó, en mayor o menor medida en sus óperas anteriores, confluyen en gran forma. Yo diría que, sin duda, Madama Butterfly (estrenada en Milán el 17 de febrero de 1904) es el gran último trabajo Pucciniano.

Buenas versiones de esta ópera las hay por decenas. Pero quiero referirme a una versión en particular que me parece tremendamente valiosa: la dirigida escénicamente por Robert Wilson y que se está representando, hace ya años, en diversos teatros de ópera del mundo.

Wilson proviene del mundo del teatro de “vanguardia” (en el mejor de los sentidos) y es lo que primero se advierte aquí, ya que lejos de echar mano una vez más al manido “trozo de realidad en escena” nos presenta una versión que se hace cargo, en buena parte, de muchos de los elementos que la evolución del lenguaje teatral ha incorporado a la escena contemporánea.

En las antípodas de lo hecho por un Franco Zeffirelli, Wilson despoja (y despeja) la escena de casi todo elemento corpóreo que, a su juicio, enturbia y ensucia el camino de la música desde los intérpretes hacia el publico. Esta desnudez, que nunca ha de confundirse con pobreza escénica, acentúa el que nos enfoquemos en lo primordial: la tragedia de la joven Cio Cio San.

Wilson la reviste de un aura de “ritual” de profunda teatralidad y nos conduce a través de la historia apoyando la acción con un bagaje de signos y símbolos que dan cuenta de un profundo conocimiento de los códigos actuales del arte escénico. Es un minimalísmo muy depurado, que en este caso, y dadas las características de esta ópera, funciona como un aceitado mecanismo teatral. La desnudez acentúa la soledad e indefensión de la geisha, y la economía de medios escénicos vienen bien a su delicadeza y fragilidad.

Es una excelente forma de re-crear esta pieza, una propuesta que se hace cargo de un axioma más que obvio a estas alturas: la ópera es un arte “teatral-musical de la representación”. Bob Wilson lo sabe y lo asume, pone énfasis en la estética de la luz como un personaje más y utiliza el vestuario como prolongación de esa estética, reviste las acciones físicas de los cantantes-actores de una serie de signos y símbolos corporales que dibujan su sicología al mismo nivel de importancia que sus palabras, e impregna el espectáculo de una ritualidad que debiera estar siempre presente en las artes de la representación.

Esta es una Madama Butterfly de altísimo nivel, tanto en su puesta en escena como en los aspectos musicales, en los que destaco el desempeño orquestal a cargo de Edo de Waart, quien consigue un sonido amplio, extenso y brillante, de sonoridad Wagneriana (sobretodo en los vientos), los cantantes lucen una buena y pareja homogeneidad en el desempeño y, como antes referí, el vestuario (de estilizada belleza) y la iluminación (gran creadora de atmósferas) logran dar una excelente unidad estilística a la propuesta de Wilson. Un ejemplo de lo que se “debe” hacer hoy con la ópera. No es el único camino, por cierto (en el arte nunca hay uno solo), pero sin duda es uno muy bueno.

Madama Butterfly de Giacomo Puccini

Cio Cio San :                                    Cheryl Baker
Pinkerton     :                                  Martin Thomson
Suzuki         :                                  Catherine Keen
Sharpless    :                                  Richard Stilwell
Goro             :                                 Peter Blanchet

Netherlands Philarmonic Orquestra & Corus of de Nederlanse Opera, conduce Edo de Waart, dirección Escénica de Robert Wilson. En vivo desde el Muziektheater. Ámsterdam. 2003. Un DVD Opus Arte (2 discos).